Tengo la sensación de vivir en una época con la que no me identifico, será porque soy un romántico empedernido o porque prefiero lo tradicional a lo innovador. Curiosa impresión la que tengo después de asimilar relatos y anécdotas de las que antes mi abuelo y ahora mi padre cuenta, de cuando toreaba este o el otro, de cómo se pasaban los días viviendo el toro, mañana, tarde y noche.
De cómo en cualquier replaceta, los niños se agolpaban para simular al torero de moda, haciendo corro y esperando turno para sentirse grandes durante un instante. De esos maletillas que se recorrían España, pueblo a pueblo, por ferias y capeas, con los inseparables compañeros de viaje que eran el hambre y la soledad, buscando esa oportunidad que les diera fama dinero y, por qué no, un reconocimiento a su tesón, que en contadas ocasiones se valoraba, sólo compensados con propinas que a poco les daba para comer ese día. De esos muletazos robados a la luz de la luna llena, a cuerpo desnudo sin tercios ni normas establecidas. De esas masivas invasiones de ruedo para sacar a hombros al triunfador de la tarde por la puerta grande, llegando incluso hasta el mismo hotel por lejos que estuviera. De esas capeas y tapias llenas de aspirantes esperando sin mover una pestaña a que una voz de mando dijera: “Ahora tú chaval”. De esos hombres que no se daban por vencidos después de porrazos y cornadas que los dejaron maltrechos, y otros que con su propia vida han pagado el peaje que requiere el éxito, sin llegar siquiera a gozar de la oportunidad deseada. Palabras que eran selladas con un apretón de manos el cual se valoraba más que un papel firmado. Mi mente vuela y no para, imagino a mi abuelo, mayoral de ganadería, recorrer las veredas con una parada de cabestros y una corrida de toros, siete u ocho días de viaje, a veces a caballo, a veces a pie, desde Andalucía hasta Levante, Castilla o donde se preciara. A mi propio padre, dar de comer a las camadas sintiendo esa libertad que sólo el campo bravo te da, ver crecer a los toros día a día y sentir pena al verlos embarcar. A mi tío toreando vestido de corto en capeas y tientas. A mí mismo en contadas ocasiones con la muleta en la mano, con el regusto de someter al animal a mi voluntad, con una técnica tosca y nada depurada, pero que te sale desde dentro y que te mata el gusanillo acumulado. Ese mismo gusanillo que han de saciar toreros que tras un parón han de volver para sentir el ambiente de plaza y campo, que incluso con las condiciones mermadas por el tiempo se resisten a perder ese sentimiento que tan hondo tienen calado. Este es el espíritu que yo proceso y que me gustaría compartir.
Pero como si de un trance o un viaje al pasado se tratara, vuelvo a la cruda realidad, me doy cuenta que los niños ya no juegan a toros y que los toreros que conocen van en pantalón corto y torean en una plaza rectangular donde el albero es de color verde. Que los maletillas están en vías de extinción, que en las tapias ahora sólo hay grafitis y que los toros hasta en avión y barco van, que hay plazas de toros que se emplean más como salas de fiestas que como salas de arte, que en realidad es para lo que se construyeron, que en televisión solo se ven los toreros si se casan, se separan, si la cornada es grave, o por otro tipo de cuernos, y cuarenta palabras si por desgracia muere, porque eso es lo que vende. Que los novilleros son expoliados y casi arruinados por empresarios sin escrúpulos, empresarios que se lucran a costa de toreros con la necesidad de torear, y que carentes de recursos económicos y oportunidades han de emigrar y cruzar el vasto océano para poder torear y volver con un prestigio que no siempre se tiene en cuenta. Esos toreros de intercambio, como si cromos fueran, esos méritos ganados en despachos y no en las plazas delante de los toros. Esos mal llamados aficionados que rompen el silencio de la tarde con algún que otro improperio inoportuno sin importarle que un hombre se esté jugando la vida. ¡Qué duro es ser torero!
Los tiempos cambian y a qué velocidad, añoro la España de peineta y pandereta. La añoro quizás porque sólo la he vivido de pensamiento. Es posible que la fiesta sea un pequeño mundo dentro del mundo y que esto es así también en otros muchos aspectos de la vida. Pero el llamado mundo de los toros, quizás por hacer del drama, del fracaso o de la gloria su forma de vida, tiene que ser distinto, no menos duro, pero si más afectivo y desde luego más solidario.
PACO PUYA